martes, 10 de noviembre de 2009

nos habíamos divertido tanto

En Comala comprendí
que al lugar donde has sido feliz
no debieras tratar de volver.

Cuando en vuelo regular
pisé el cielo de Madrid
me esperaba una recién casada
que no se acordaba de mí

“Peces de Ciudad” - Joaquín Sabina

“la peor nostalgia, es la de aquello que nunca pasó”

Un gran amigo me dijo alguna vez que la nostalgia es un sentimiento paja. Paja como una tarde de verano montando bicicleta con mi amigo Juan Carlos en alguna calle de Santa Patricia; como cuando mis padres nos compraron a mí y a mis hermanos un cachorro; como cuando sabía dibujar (y bien) y contaba historias; como cuando mi padre llegaba del trabajo con una sonrisa y un chocolate escondido en el bolsillo de su camisa o cuando me sacaba a jugar carnavales en su carro; como cuando mi hermano y yo jugábamos en la sala de estar o en la piscina que se armaba en el jardín de nuestra antigua casa; paja como cuando mi mamá me dejaba jugar con la masa de las cosas que hacía en la cocina o cuando me dejaba comer lo que se pegaba a la batidora; tan paja como los vecinos que nos acogían en su casa como si fuéramos sus hijos y nos invitaban manzanilla y a jugar ocho loco.

Según la teoría de mi amigo, la nostalgia sería tan paja como conocer a otros grandes amigos en un colegio donde, al parecer, era difícil; como escuchar reír a mi clase de tercero de primaria por un cuento que escribí; tan paja como jugar al camping con ellos, colarnos en algún club, crear nuestra propia sociedad de poetas muertos, comprar las primeras cervezas e ir a las primeras fiestas y enamorarte de la primera niña que te haga caso; sería tan paja, como escuchar a Dylan, a los Beatles, a Sabina, a Cash, a los Zombies, al Pet Sounds, al punk por primera vez.














Siguiendo la hipótesis, el sentimiento en cuestión sería tan paja como ingresar a una facultad y encontrar que tú no eres el único bicho raro y, es más, que hay peores que tú; como cuando descubres, verdaderamente, al cine, gracias a Woody Allen, la nueva ola, entre otros y que tú no eres el único que sueña con tratar de acercarse, aunque sea un poquito, a lo que esos grandes personajes hicieron (por ti); como cuando proyectaron trabajos audiovisuales míos y de un grupo de compinches en un ecran; como cuando conoces a una chica tan linda y peculiar que te inspira para hacer un corto.














La nostalgia sería tan paja como llegar un día a una ciudad nueva, solo y que, esa misma noche, termines en un bar, compartiendo cervezas y cigarrillos con una francesa, un español, un ecuatoriano, una hermosa alma argentina y otra hermosa alma compatriota; como recibir la llamada de una rubia preciosa y escucharla decir que te quiere o como que un grupo de exiliados te adopten como un hermano menor.















Esta sensación sería tan paja, como ver a mi sobrino por primera vez, después de varios meses de nacido; como darme cuenta que, después de tanto tiempo sin verlos, mis amigos siguen siendo mis amigos.

La nostalgia sería tan paja, como encontrar un trabajo lleno de amigos, no sólo cariñosos, sino talentosos; como mudarme por primera vez de la casa de mis padres, esta vez por mis propios recursos y encontrar donde escribir tranquilo, cualquier cosa, pero escribir y que éste mismo lugar me sirva para recibir a alguien que no veía hace años y enamorarme, aunque yo no quería.

La nostalgia sería tan paja como una chica que alguna vez conocí… y nos divertíamos tanto, en un cine, en su casa, en la mía, en bares, conciertos, en la banca de un parque, en clases, donde sea; nos divertíamos tanto que hasta ahora pareciera que nunca nadie la hubiera pasado tan bien como nosotros. Pero, tal vez, ella sí encontró a alguien con quien pasarla mejor: ahora está casada y se va…









Es chistoso, porque alguna vez recordaré estar aquí, en este departamento donde han pasado tantas cosas, desde reencontrarme y compartir el departamento con una maravillosa amiga de la universidad, pasando por grabar películas, hasta realizar una boda improvisada; alguna vez recordaré, estar aquí, escribiendo esto, esperando que la nostalgia sepa mejor con una cerveza y preguntándome si mi amigo tenía razón.

If you see her, say hello - Bob Dylan, del "Blood on the tracks"

lunes, 12 de octubre de 2009

vidas cruzadas

Ayer me llegó un correo de una amiga a la que no veo hace como dos años. Se trata de una persona bella, linda, sensible y con un gran sentido del humor. Nos conocimos en un bus, donde nos burlamos de la comedia gringa que pasaban en el camino y donde compartimos los audífonos de mi viejo discman escuchando “Different Class” de Pulp, disco que más tarde le regalaría. Su mail, con pocas palabras, pero con mucho amor, me recordó que existen grandes personas que nos cruzamos en el momento indicado; algunas perduran toda la vida, otras son tan efímeras como el mismo momento, como aquella rubia que alguna vez me ayudó a comprarme mi primer y último ticket de tranvía.














Acababa de llegar a Europa y tenía que encontrarme con la amiga de un amigo, pero andaba perdido, atrasado, cuando ella apareció caminando. Le pregunté si sabía cómo llegar a la universidad donde tenía que llegar y, qué coincidencia, ella se dirigía hacia allá y se ofreció acompañarme. Caminamos hacia la estación mientras ella me comentaba que también era nueva en la ciudad, que vivía en las afueras. Cuando llegamos a la parada, avergonzado, me di cuenta que no tenía sencillo para la boletería así que ella, toda buena, me invitó el paseo.

Adentro, sudoroso y tembloroso por todo el incidente, me armé de valor y le pedí su teléfono, para que algún día pueda devolverle el favor con un café. Apuntó su número en una hoja arrancada de un cuaderno universitario. Cuando llegamos al destino, nos despedimos. Nunca me pude encontrar con la persona con la que había quedado: la universidad tenía demasiadas entradas. Días más tarde, llamé a la rubia, pero estaba pasando el fin de semana en su pueblo. Las distracciones de mi nueva vida no me dejaron volver a llamarla de nuevo, pero su objetivo en mi viaje ya estaba cumplido: en esa ciudad yo no era el único extraño; en esa nueva etapa de mi vida ya no iba ha ser tan tímido; en el viejo continente no habían más viejos amores que me aten. Un tiempo después, aprendí que no era necesario comprar un ticket de tranvía: tenías que tener muy mala suerte para que te atrapen.

Así, felizmente, hay varias historias, como cuando mi compañera de piso y yo ya nos despedíamos de un carnaval de Barranco y le ganamos el taxi a una pareja desconocida. También iban para Miraflores, así que los invitamos a compartir el viaje, sólo para descubrir que él era dueño de un bar al que nos invitó unos tragos a puerta cerrada. Después de que él recitara unos poemas de Benedetti y que ella, su amor platónico del momento, coqueteara con mi roommate, nos despedimos. Meses más tarde mi amiga celebraría su cumpleaños en aquel bar.

También está la argentina que se hospedó en mi departamento, amiga de una amiga que, antes de irse, me regaló una libreta cuzqueña que hace poco cumplió su objetivo de llenarse de apuntes e ideas que tanto me ayudaron en el trabajo y proyectos personales; otro argentino muy talentoso que decían que se parecía a mí y que era mi hermano y lo fue en los pocos días que compartimos un taller en Entre Ríos y nunca supe más de él; el músico de un par de cortos que hice que después de casi dos años nos conocimos en persona y él y su amigo me hospedaron con tanto aprecio en Buenos Aires.

El último de esta clase de encuentros lo tuve hace poco: un viejo amigo y yo ya salíamos decepcionados del Sargento, pero éste me convenció para quedarnos un rato más afuera, “las cosas pasan afuera, en la cola, no adentro”. Un minuto después, una chica llama mi nombre, no la reconocí hasta que me contó la historia: era la alumna de un amigo mío que les dio como tarea ver un corto mío y escribir sobre éste. Ella no lo vio, así que un día fue a mi depa a recoger el dvd. Se acordaba que la invité a pasar a tomar una Coca Cola porque no tenía nada más, pero ella andaba apurada. Pasamos toda la noche con ella y su amiga, entre Barranco y Miraflores. Me confesó que aún no había visto mi corto. Días más tarde, me llamó para que la acompañe a una exposición, pero no podía. No he vuelto a saber de ellas.

Es algo precioso que podamos recolectar encuentros así, que ocurren en el lugar adecuado, en el momento adecuado; historias que ocurren con personas tan diferentes y bellas, cada una a su manera. No tengo más que cariño por todas ellas. Es como dijo alguna vez Julio Ramón Ribeyro, un verdadero escritor miraflorino (y como lo cita un gran amigo mío): “En la vida, en realidad, no hacemos más que cruzarnos con las personas. Con unas conversamos cinco minutos, con otras andamos una estación, con otras vivimos dos o tres años, con otras cohabitamos diez o veinte. Pero en el fondo no hacemos sino cruzarnos (el tiempo no interesa), cruzarnos y siempre por azar. Y separarnos siempre”.

lunes, 24 de agosto de 2009

un gancho en mi piso

Qué bonito es despertarse y encontrar algún accesorio femenino olvidado en tu dormitorio. Esta vez fue un gancho para el cabello que estaba tirado en el piso. Lo recogí y lo coloqué junto a la figura que tengo de Felipe (de “Mafalda”) en mi escritorio. La figura, como muchas veces en la misma caricatura, tiene cara de preocupado y se lleva las manos a la cara, como si estuviera esperando algo. Junto al gancho, ya no se ve solitario, ya no espera, pero ahora sus manos en el rostro son indicación de vergüenza y nerviosismo frente a la presencia femenina.

Desde un rincón de mi escritorio, el gancho se destaca por sus curvas, al costado de objetos burdos como controles remotos o vasos melosos que alguna vez contuvieron Coca Cola. Desde lo alto, el nuevo huésped parece mirar con temor lo que le espera si volviera a caer: zambullirse entre ropa sucia, oler zapatillas gastadas, enredarse en cables que aguardan una víctima, pelusas, discos y guiones aún no grabados. Con pena observa hacia el otro rincón, donde una guitarra yace volteada contra la pared, castigada.

Ahora el que espera es el gancho, para ser rescatado por su dueña, del infierno masculino en el que ha sido abandonado. Yo también espero, porque cuando el objeto ya no esté aquí, significará que ella ha regresado y, con suerte, lo de anoche se habrá repetido.

domingo, 12 de julio de 2009

El síndrome de Peter

En un texto, Ribeyro compara el acto del juego del niño con el acto de escribir: tanto el infante con sus juguetes, como el escritor con su máquina de escribir (computadora o pluma), se hace dueño de su mundo, se aísla, se acoge dentro de este universo creado. Para el autor, la diferencia está en que el niño crea con objetos, mientras el juego del escritor queda grabado en signos.

















Cuando crecemos, muchos elegimos seguir jugando, nuestras carreras se convierten, en cierta manera, en una extensión de nuestra niñez, así los muñecos o carritos con los que jugábamos son reemplazados por nuevas herramientas: no sólo el escritor con las palabras, sino el pintor con el pincel, el dibujante con el lápiz, los video artistas con la tecnología, los arquitectos con reglas o programas de computadoras, los actores con su cuerpo y disfraces… Cada uno de ellos continúa creando mundos nuevos.

Por mi parte, siempre creí que el cine es lo más parecido en el mundo “adulto” a jugar con los G. I. JOE’s en la sala de la casa. Como de pequeño le otorgábamos personalidades a cada personaje y manejábamos sus acciones, el director de cine lo hace con sus actores. La sala de la casa, que era escenario en miniatura, se convierte en un set de tamaño real, donde el decorado ya no está hecho de colchones, cajas viejas, baterías usadas, plastilina o cualquier cachivache que tenga forma de algún elemento que quieras imaginar, sino de objetos de tamaño real o, si uno desea seguir usando cachivaches, también puede hacerlo, a lo Michel Gondry, quien dice que todavía tiene doce años.

Nunca tuve una razón en especial por la cual quise estudiar cine, sólo me gustaba verlo, pero, si me pongo a racionalizarlo, creo que simplemente quería seguir jugando a los G. I. JOE’s.

Hace muchos años, en el carro de mi padre, estaba muy inquieto y no recuerdo exactamente qué hice, pero le molestó mucho y me llamó la atención. Luego me dijo algo que nunca olvidaré: “Pucha hijo, a veces te comportas como alguien mucho mayor a tu edad, pero otras pareciera que fueras un bebé”. Tal vez muchas personas tengan esa dualidad (por lo menos en mi campo de trabajo conozco a muchas), o tal vez la tengamos todos, pero sólo puedo hablar desde mi punto de vista y la verdad que yo me siento cómodo. Tengo que admitir que esta comodidad es nueva, que hasta hace poco, nunca me sentía de mi edad en ningún lugar: por un lado mis amigos me decían (y me dicen hasta ahora) que soy un viejo; por otro, las chicas con las que salgo me dicen que soy un niño. Pero ahora tengo veinticinco y me siento de veinticinco. Eso sí: no quiero cumplir más.


















Pero finalmente, ¿qué soy? ¿Un niño, un chico o un hombre? ¿Qué se necesita para ser un niño? ¿Qué se necesita para ser un hombre? Voy a llegar a una especie de conclusión que creo será una complaciente, más que nada para mí: creo que un hombre debe ser aquel lo suficientemente atinado para darse cuenta cuál es el mejor momento para sacar, por separado, al adulto, al chico y al niño que lleva adentro. De esta manera, el adulto puede asistir a reuniones familiares, cuidar de su pareja y familia; el chico puede reunirse con sus amigos, emborracharse, divertirse con su chica; el niño jugar con sus sobrinos o hijos y, si el trabajo lo permite, también con sus colegas porque claro, el trabajo ideal es aquel que nos permite seguir creando mundos, pero esta vez que queden grabados.

domingo, 5 de julio de 2009

Eterno imbécil con una mente de recuerdos













Me acabo de dar cuenta que ayer fue tu cumpleaños, tal vez signifique que ya te esté olvidando. Pero si es así, ¿por qué todavía recuerdo cuando nos conocimos y estabas gordita, linda y toda aventurera? Cuándo veíamos a los niños jugar pistolas en el pinball y decías que te hacía recordar a “Bowling for Columbine”; cuando, casi diez años después, nos reencontramos en el aeropuerto y estabas flaca, más aventurera, con tu pelo todo alborotado y rebelde y yo trataba de actuar casual, para que luego me dijeras que te diste cuenta que andaba nervioso.

Cuando disfrutabas las almejas del Bigote en una barra, sólo para nosotros; cuando regresamos a mi departamento y dormiste toda una tarde en el cuarto frente al mío y yo trataba de hacer lo mismo, pero no podía; cuando te despertaste e hiciste unas caipiriñas y me convenciste para subir a la azotea del edificio, a la cual nunca había ido, para ver las luces de Miraflores de noche y yo que quería tanto besarte, pero no pude hasta que bajamos, me serviste unas caipiriñas más, jugaste con mi cámara mecánica y te veías tan linda que ya no pude resistirme más y te dije hace rato que quería hacerlo y tú no me había dado cuenta… qué bueno que lo hiciste; qué bueno que lo hice… y luego nos fuimos a tomar unas chelas a Juanito y nos encontramos con un amigo qué me preguntaba ¿de dónde sacaste a este ángel? Y tú me acariciabas y yo me resistía un poco porque no quería enamorarme y no sabía cómo lo estabas tomando… Después nos fuimos al Sargento y sorprendida me viste bailar a The Who, moviendo tanto la cabeza como los pies, porque tú te imaginabas que sólo bailaba con la cabeza. Y cuando traté de conversar con un amigo, de la nada, apareciste y me diste un gran beso y cuando traté de hablar con mi amigo de nuevo, él ya no estaba. Y esa noche llegamos a mi casa y cuando salí del baño tú estabas con unas sábanas que ibas a usar para el cuarto de invitados y me ibas a preguntar algo, pero no te dejé porque te planté un beso y te guié hasta mi cama donde te pregunté cómo llamarías a esta película y tú me dijiste “Los nerds también aman” y borracho te pregunté si te quedarías en Lima.

Y esa mañana que te quedaste conmigo en la cama mirando y cantando las canciones de “Moulin Rouge” y entró mi compañera de piso y, cuando estabas distraída, me dijo susurrando, “es linda huevón!”.

Cuando probaste el cebiche de “Punto Azul” y creíste que era el mejor cebiche del mundo y cuando, más tarde, fuimos a la casa de una amiga y nos cogimos las manos y la pusimos nerviosa porqué no sabía qué carajo estaba pasando y cuando otra amiga nos preguntó cómo nos habíamos conocido, le contamos y su reacción fue decir que fue como “Antes del Amanecer”.

Y cuando llegamos a Arequipa y nos dimos cuenta que la pareja de ancianos que nos hospedaban eran como nosotros, pero de aquí a cincuenta años; cuando llegamos a Chivay y cada uno hizo lo que quiso, porque ninguno quería ser como una de esas parejas que hace todo juntos; cuando tomamos unos piscos sours en el huecucho de aquella plaza, y cuando nos queríamos besar teníamos que pararnos, porque uno estaba frente al otro; o cuando casi nos peleamos porque me contabas algún problema y yo, todo cojudo, lo único que atiné a decir fue “ya, olvídalo, vamos a emborracharnos” y por tu reacción sentí que te perdía, pero luego me besaste y, más tarde, cuando encontramos un bar donde la policía no nos iba a sacar, me contaste que te estabas enamorando y yo me terminé de enamorar después que me contaste la historia en la que invitaste a un minusválido desconocido a un recital y luego me preguntaste “y si nos casamos?; luego me regalaste un pedazo de aquella piedra volcánica que tanto te gustaba, porque decías que se parecía al Misti y yo, tontamente, la olvidé en Arequipa y me sentí culpable.

Cuando regresamos y paseamos por Miraflores, compramos en el supermercado como una pareja que llevara años comprando y luego fuimos al cine y nos burlábamos de los trailers, excepto el de “El Luchador”, que, como “El Gran Torino”, prometimos ir pensando en el otro, cosa que luego que te fuiste lo hice.
















En el último día que nos quedaba, mi compañera de piso nos casó. Nunca olvidaré lo linda que te veías decorando el departamento… tan linda en tu vestido de rayas rojas y blancas que tuve que interrumpir la escritura de mis votos sólo para pararme a besarte. Y fue la boda más bonita a la que he asistido, porque yo siempre quería que un amigo me case, nada de curas… y por los amigos, por la lista de música que hicimos juntos (ningún matrimonio acá pondría música así), por la torta de lúcuma que pude comprar para ti, porque tanto te gustó la lúcuma… porque la sacerdotisa invitó las cervezas, pero, sobre todo, por ti, que me dijiste que me amabas mientras bailábamos “Superstar” interpretada por Sonic Youth. Y cuando acabó tú me dijiste que te podrías venir para aquí, pero yo, tonto, estúpido, imbécil, cojudo, te dije que no sería justo para pedirte eso y luego me arrepentiría de esas palabras.

El desayuno que nos tomamos antes que te vayas y que un amigo pude ver de lejos y luego me llamó y me dijo “qué personas tan enamoradas”. En el aeropuerto me acariciabas con lujuria y yo, todo cojudo, tenía un poco de vergüenza y nos despedimos y todo el trayecto a mi casa lloré y lloré más en mi casa y lloré más cuando escuché las palabras que me grabaste en mi computadora.

Y luego vino el amor a larga distancia: todavía tengo, en algún cajón, el sobre que me enviaste con tu nombre con mi apellido y el mío con el tuyo. Dentro de ese sobre me mandabas el plano de nuestra casa, donde tendríamos a nuestros hijos pájaros, como los llamabas tú. Y cuando te dije que ya tenía los pasajes para verte y me dijiste que eras la mujer más feliz del mundo, eso fue lo que dijiste.

Ayer fue tu cumpleaños. Se supone que yo tendría que estar ahí. Recuerdo que querías que te ayudara a organizar una fiesta temática, que primero iba a ser de asesinato misterioso, pero luego decidiste cambiarla a una fiesta cursi. ¿La habrás hecho?

Si llegaras a leer esto, seguro pensarás que romanticé todo, que todo fue un cuento de hadas, que nada fue verdadero. Pero no, así fue. Así fue… y todavía lo recuerdo… eso y más.

lunes, 29 de junio de 2009

No eres tú, soy yo

Ya de hace un año que conocí a esta chica. Déjenme corregir eso: a esta chica linda. Fue una noche en la que no esperaba nada, hasta que un amigo me convenció para ir a La Fábrica. Luego, mi jefa me llamó para invitarme al APAP, el Óscar de la publicidad en el Perú (sí, hay premios para eso, increíble, ¿no?).

Por alguna razón, le pedí prestado a mi viejo su saco de gamusa, como si presintiera que pasaría algo. Cuando llegué, ya se habían terminado las premiaciones y las chelas; el whisky era escaso, pero aún rondaba y había que aprovecharlo. No conocía a casi nadie así que si a algo me dediqué fue a perseguir a los mozos, a encontrar hielo y ceniceros. Cuando me di cuenta que no iba a conocer a nadie interesante y que los pocos conocidos no me acompañarían más tarde a una travesía barranquina, me quité.

Una cola de mierda me esperaba en La Fábrica. Me encontré con un amigo, se rumoreaba que ya no dejaban pasar. Llegaron unos serenos. Parecía que ahí no iba a conocer a nadie tampoco. Llamé a otro amigo, estaba en el Sargento. A la media hora de espera, nos fuimos p’allá.

Nos instalamos en el bar y, de la nada, mi amigo jaló a esta chica como si se tratara de un as bajo la manga. Nos quedamos bebiendo cervezas y fumando cigarros. La cajetilla de Lucky que ella llevaba esa noche nos acompañaría en toda la relación, siempre la llevaba consigo, no por recuerdo, sino porque nunca se le acababa: sólo fumaba muy, pero muy de vez en cuando.














Se negó a irse con sus amigas y más tarde, camino a su casa, nos besamos. En los tres meses que estuvimos juntos, me acompañó a ver películas gore que no le interesaban, nos paseamos por la feria del libro, conoció a mis amigos, soportó mi horrible horario de trabajo, mi cansancio de los fines de semana, mis ahorros para poder mudarme y se puso esos lentes de carey que alguna vez le dije que me gustaban. ¡Y pensar que ni siquiera pensaba salir la noche que nos conocimos! Entonces, ¿por qué no seguí con ella?

Lo que le dije fue que estaba acostumbrado a estar solo, que era muy inmaduro para una relación, que necesitaba primero ordenarme antes de estar con alguien, que me gustaría ser su amigo. Yo quería que me diga algo, lo que sea, que ella también opinara lo mismo, que le parecía feo, un idiota, que me puteara si la hacía sentir mejor. “Quiero irme a mi casa”, fue lo único que atinó a decir. Como cuando nos conocimos, la acompañé hasta su casa, pero esta vez ella muy separada, al otro extremo del asiento, mirando por la ventana y, para colmo, el taxista escuchaba viejas baladas por la radio. Me sentí como una mierda.












Todas las razones que le dije eran verdaderas, sin embargo ella me llamó e insistió en una reunión para dejar todo claro y, sobre todo, para que admitiera que no estaba enamorado. También era verdad y, aunque no quería llegar a tanto, se lo dije. Ahí acabó todo, en un Starbucks. Qué mierda, ¿no?

La semana pasada nos topamos en Polvos Azules, pasaje 18 por supuesto. Yo estaba solo, ella acompañada de un chico. La abracé y luego me lo presentó. No hablamos mucho, de hecho era una situación media incómoda, no es que haya pasado mucho tiempo tampoco, pero ella se notaba aún más nerviosa que yo. Seguí comprando películas donde Charito y ellos en el stand del costado. Terminé y me despedí con otro abrazo, pero ella no fue tan efusiva. Cuando estuvimos juntos, siempre me decía para ir a Polvos Azules, pero nunca la acompañé.

Esa misma tarde, me llamó. Quería saber el teléfono de un conocido y si me había mudado. Le dije que sí y que era bienvenida cuando quiera.

Me pregunto si todavía llevará esos Lucky en su cartera.

domingo, 21 de junio de 2009

Los chicos

Bryce dijo alguna vez que escribía para que sus amigos lo quieran aún más. Esta semana, que mi novia terminó conmigo, me di cuenta que, a diferencia de Bryce, yo no necesito hacer eso. No es que me bote ni nada, pero estos días me he dado cuenta de lo afortunado que soy, escribiendo o no, porque sé que hay personas que me acompañan en las buenas o malas y estas líneas son para ellos.

Para el que llegó primero y, al verme borracho, sin bañarme, me dijo “huevón, eres hank!”, el mejor cumplido del día porque yo siempre quise ser Bukowski. Es bueno saber que después de tanto tiempo, todavía podemos hablar de la vida como si aquellos años universitarios, donde nos conocimos, no hubieran pasado. Gracias por la pizza amigo y nunca olvidaré tus sabias palabras: “las mujeres son como los dictadores: cuando se ponen noicas comienzan a matar gente”.

















Para el par que salió de la oficina un ratito y me acompañó con una copita de vino. Gente con más experiencia que me dio otro punto vista: uno que también tuvo una relación a larga distancia (como fue la mía) y ahora está casado con la misma chica y tienen una hija lindísima, con unos ojasos; el otro, alguien con el que tengo pocas cosas en común, pero aún así, en el trabajo, nos cogimos cariño, porque a veces las personas no son exactamente como te las imaginas, felizmente... Y, para reconfortarme, me dijo que algún día tendré un amor de verdad, que eso no fue enamorarse, aunque esas palabras nunca se las compré. Pero en algo tenía razón: yo viví lo que viví con mi pareja, yo me esforcé, me arriesgué y puedo mirar atrás y decir “no me arrepiento de nada”, porque hice todo lo que tenía que hacer, por nosotros. Gracias por el Sublime, aunque se lo comieron ustedes, sé que fue con cariño.

Para el que llegó con una botella de vino a cantar conmigo, a pesar que tenía un partido de básquet al día siguiente. Él también prácticamente se divorció y no sólo se acabó el vino, sino también una media botella de whisky que estaba tan abandonada como nosotros. Gracias por el karaoke y disculpa por haberte dejado regresar en moto bajo esas condiciones.














Para el que se apareció con una botella de vino más y se quedó callado, escuchándome cantar huevadas y riéndose. No se necesita hablar para gozar de una buena compañía. Gracias por el apoyo moral.

Para la que me acogió en su casa con unas cervezas y me ayudó a buscar hospitalidad en la ciudad donde supuestamente no iba a necesitar buscar, porque me quedaría con mi pareja… pero ya no. Gracias por hacerme recordar de lo maravilloso que es lo simple (ojo, no la simpleza), porque ya todo estaba muy complicado. Gracias por haber dejado la tele en “American Pie”.

Para la pareja que me sacó al cine a ver “Up!”, porque decían que eso era justo lo que necesitaba: “Up!”. Me animó ver a una pareja que se quiera tanto, que saquen la guitarra que aún no saben tocar bien y se canten canciones entre ellos y para mí. Gracias por dejarme regresar a mi casa con una sonrisa.















Para el que me quiso enseñar “Guitar Hero” en vano. Cuando hablábamos de su boda se emocionaba, igual que yo cuando hablaba de la mía y se dio cuenta que en verdad me casé cuando nadie más lo creía. Gracias por la comprensión y la paciencia como profesor de guitarra.

Para la chica que se sentía tan sola como yo y pudimos compartir unos besos, para olvidarnos de otros. Una extraña amistad que nadie más comprenderá. Gracias por estar siempre ahí.

Y bueno, esto es para todos: para los que me dijeron “lúchala”, para los que me dicen ahora “te lo dije”, para los que no dicen nada porque no los veo hace tiempo, para los que me encontraré, espero pronto… Gracias chicos, porque ahora sé que no necesito escribir más para que me quieran.

martes, 16 de junio de 2009

Mi Enfermedad

Tengo un problema, una enfermedad. Tal vez el término apropiado para mi condición sea “amor platónico”.

Los síntomas se manifestaron a temprana edad, a través de una fijación por la niña de “Paso a paso”, ¿recuerdan esa serie? Pero no les hablo de la chica “nice”, sino de su hermanastra, la achorada, la que usaba el gorrito. Me tragaba todas esas ridiculeces con Suzanne Summers y Sasha Mitchell (sí, el que sale en las secuelas de “Kickboxer” o “Retroceder nunca, rendirse jamás”, la verdad que no recuerdo), sólo para verla a ella.














Años más tarde, de adolescente, tuve una pequeña obsesión con Natalie Portman. Ya había visto “El profesional”, pero cuando en verdad me llegó fue en su papel de la inocente “Lolita” de “Beautiful girls”. Ahí no sólo era bonita, sino también escuchaba buena música. ¡Cómo hubiera querido ser Timothy Hutton! Y, tal vez, por imitarlo, la primera vez que me enamoré fue de una niña. No le llevaba tantos años, pero en esa época se notaba una diferencia: yo estaba por salir del colegio, ella comenzaba la secundaria. La buscaba a la salida y conversábamos lo que podíamos antes de ingresar a nuestra respectiva movilidad. Una de aquellas tardes, por su cumpleaños, quise regalarle un cuento. Ella hizo como si no le interesara. Nunca se lo di.


















Luego está la novia de mi amigo. Ella no era nada mi estilo, pero parábamos bastante juntos, nos emborrachábamos felices y era la reina del drama y, como cineasta que quiero ser, a mí me encanta el drama. Cuando asumimos lo que pasaba, dejamos de salir un tiempo. Casi pierdo a mis dos amigos, pero felizmente tienen un código de la amistad a lo Bryce. Ahora ella es menos dramática, ha arreglado un poco su vida y sigue con mi amigo. Desgraciadamente, dentro de ese grupo, hay más chicas.

A mi mejor amiga, también amiga de la novia de mi amigo, le conté lo que sentía por ella luego de que ella me contara que se había agarrado a un huevón. Toda esta historia creo que no alcanzará para este blog, pero puedo decir que si de alguien me he enamorado realmente fue de ella. Al poco tiempo se fue a Europa. Siempre nos escribíamos, me despertaba algunos sábados por la mañana con una llamada. Casi un año después regresó e hice todo por ella: cosas tan ridículas como escribirle y cantarle una canción en el parque, acompañado de la guitarra de un pata de la facultad. Desde entonces he decidido no volver hacer esas huevadas de nuevo.












Cuando entendí que no me hacía nada bien me alejé y conocí a otra chica, mi sueño hecho realidad: una cantante. No estaba enamorado, pero lo intentábamos, hasta que un día mi “mejor amiga” me llama y me dice que tiene que hablar conmigo. Salimos a un café, luego nos tomamos un vino por ahí, la verdad que la pasamos muy bien, con ella siempre me sentí en casa. Al llegar a la puerta de la suya, me dijo que yo era lo mejor que le había pasado en su vida, que íbamos a poner a nuestros hijos en el Franco Peruano y los haríamos ver películas de Truffaut. Me besó. Terminé con mi novia y luego, mi “mejor amiga”, me choteó. Esta vez, el que huyó a Europa fui yo. Ahora ella está en algún país, visitando a su pareja, con el que está desde un mes después que me confesó sus sueños con nuestros futuros hijos. Según ella, dice que el pata me tiene celos. Bien hecho.













En España me esperaba una limeña. Bajita, pecosa, artista, mayor. Traté de contenerme, pero no pude, era linda. Me parecía raro que no conociera a alguien que en verdad la tomara en serio. Quería decirle todo lo que esos chicos no le decían, porque en verdad se lo merecía. Alguna noche, la salvé de una borrachera con absenta y, aunque yo también andaba con mis tragos, no tuve el valor de decirle lo que sentía, hasta un mes antes de regresar a Lima: borracho en una discoteca de mierda, le dije que me encantaba y ella sólo me abrazó. Antes de viajar le regalé una novela gráfica: “Nunca me gustaste”; hace unos días recibí otra de parte de ella, en el que había escrito que me extraña. Anoche me dejó un mensaje en el chat, decía que en estos días se acordaba mucho de mí; yo también de ella.















A la francesa la conocí en un bus; sí, algo parecido a las películas. Salíamos, pero nunca me atreví a hacer nada porque ella tenía novio y yo no quería complicarme más la vida, siempre traté de mantener una distancia. Una semana antes que me vaya, en un domingo de resaca, como el de hoy, me llamó y me dijo que me quería. Una semana después, la limeña y ella se despedían de mí en la estación de buses. Hace poco recibí una carta: contenía hojas de los árboles de Lyon. Aún sigue con su novio.














¿Qué es esta enfermedad que nos lleva a fijarnos, a enamorarnos de personas tan alejadas de lo que nosotros queremos, de lo que esperamos? Puede que a estas chicas las llegue a conocer bien, pero al final de cuentas todas son tan distantes como la chica de “Paso a paso”. Sin embargo, me alegro de haberlas conocido, de distintas maneras, pero sobre todo enamorado, como se lo merecían.

De regreso a Lima, encontré en una vieja amiga buena compañía. Cuando estaba en España la extrañaba porque tiene una vejiga casi tan sensible como la mía y es aún más torpe que yo: acompañado de esta manera, estas “desventajas” se convertían en anécdotas.

Ayer salimos y ella estaba linda, con vestido nuevo. Ahora la llamé y le advertí sobre mi condición, que al parecer ciertos síntomas se están manifestando. “No te preocupes, ya no voy a usar ese vestido”, me dijo.