domingo, 12 de julio de 2009

El síndrome de Peter

En un texto, Ribeyro compara el acto del juego del niño con el acto de escribir: tanto el infante con sus juguetes, como el escritor con su máquina de escribir (computadora o pluma), se hace dueño de su mundo, se aísla, se acoge dentro de este universo creado. Para el autor, la diferencia está en que el niño crea con objetos, mientras el juego del escritor queda grabado en signos.

















Cuando crecemos, muchos elegimos seguir jugando, nuestras carreras se convierten, en cierta manera, en una extensión de nuestra niñez, así los muñecos o carritos con los que jugábamos son reemplazados por nuevas herramientas: no sólo el escritor con las palabras, sino el pintor con el pincel, el dibujante con el lápiz, los video artistas con la tecnología, los arquitectos con reglas o programas de computadoras, los actores con su cuerpo y disfraces… Cada uno de ellos continúa creando mundos nuevos.

Por mi parte, siempre creí que el cine es lo más parecido en el mundo “adulto” a jugar con los G. I. JOE’s en la sala de la casa. Como de pequeño le otorgábamos personalidades a cada personaje y manejábamos sus acciones, el director de cine lo hace con sus actores. La sala de la casa, que era escenario en miniatura, se convierte en un set de tamaño real, donde el decorado ya no está hecho de colchones, cajas viejas, baterías usadas, plastilina o cualquier cachivache que tenga forma de algún elemento que quieras imaginar, sino de objetos de tamaño real o, si uno desea seguir usando cachivaches, también puede hacerlo, a lo Michel Gondry, quien dice que todavía tiene doce años.

Nunca tuve una razón en especial por la cual quise estudiar cine, sólo me gustaba verlo, pero, si me pongo a racionalizarlo, creo que simplemente quería seguir jugando a los G. I. JOE’s.

Hace muchos años, en el carro de mi padre, estaba muy inquieto y no recuerdo exactamente qué hice, pero le molestó mucho y me llamó la atención. Luego me dijo algo que nunca olvidaré: “Pucha hijo, a veces te comportas como alguien mucho mayor a tu edad, pero otras pareciera que fueras un bebé”. Tal vez muchas personas tengan esa dualidad (por lo menos en mi campo de trabajo conozco a muchas), o tal vez la tengamos todos, pero sólo puedo hablar desde mi punto de vista y la verdad que yo me siento cómodo. Tengo que admitir que esta comodidad es nueva, que hasta hace poco, nunca me sentía de mi edad en ningún lugar: por un lado mis amigos me decían (y me dicen hasta ahora) que soy un viejo; por otro, las chicas con las que salgo me dicen que soy un niño. Pero ahora tengo veinticinco y me siento de veinticinco. Eso sí: no quiero cumplir más.


















Pero finalmente, ¿qué soy? ¿Un niño, un chico o un hombre? ¿Qué se necesita para ser un niño? ¿Qué se necesita para ser un hombre? Voy a llegar a una especie de conclusión que creo será una complaciente, más que nada para mí: creo que un hombre debe ser aquel lo suficientemente atinado para darse cuenta cuál es el mejor momento para sacar, por separado, al adulto, al chico y al niño que lleva adentro. De esta manera, el adulto puede asistir a reuniones familiares, cuidar de su pareja y familia; el chico puede reunirse con sus amigos, emborracharse, divertirse con su chica; el niño jugar con sus sobrinos o hijos y, si el trabajo lo permite, también con sus colegas porque claro, el trabajo ideal es aquel que nos permite seguir creando mundos, pero esta vez que queden grabados.

domingo, 5 de julio de 2009

Eterno imbécil con una mente de recuerdos













Me acabo de dar cuenta que ayer fue tu cumpleaños, tal vez signifique que ya te esté olvidando. Pero si es así, ¿por qué todavía recuerdo cuando nos conocimos y estabas gordita, linda y toda aventurera? Cuándo veíamos a los niños jugar pistolas en el pinball y decías que te hacía recordar a “Bowling for Columbine”; cuando, casi diez años después, nos reencontramos en el aeropuerto y estabas flaca, más aventurera, con tu pelo todo alborotado y rebelde y yo trataba de actuar casual, para que luego me dijeras que te diste cuenta que andaba nervioso.

Cuando disfrutabas las almejas del Bigote en una barra, sólo para nosotros; cuando regresamos a mi departamento y dormiste toda una tarde en el cuarto frente al mío y yo trataba de hacer lo mismo, pero no podía; cuando te despertaste e hiciste unas caipiriñas y me convenciste para subir a la azotea del edificio, a la cual nunca había ido, para ver las luces de Miraflores de noche y yo que quería tanto besarte, pero no pude hasta que bajamos, me serviste unas caipiriñas más, jugaste con mi cámara mecánica y te veías tan linda que ya no pude resistirme más y te dije hace rato que quería hacerlo y tú no me había dado cuenta… qué bueno que lo hiciste; qué bueno que lo hice… y luego nos fuimos a tomar unas chelas a Juanito y nos encontramos con un amigo qué me preguntaba ¿de dónde sacaste a este ángel? Y tú me acariciabas y yo me resistía un poco porque no quería enamorarme y no sabía cómo lo estabas tomando… Después nos fuimos al Sargento y sorprendida me viste bailar a The Who, moviendo tanto la cabeza como los pies, porque tú te imaginabas que sólo bailaba con la cabeza. Y cuando traté de conversar con un amigo, de la nada, apareciste y me diste un gran beso y cuando traté de hablar con mi amigo de nuevo, él ya no estaba. Y esa noche llegamos a mi casa y cuando salí del baño tú estabas con unas sábanas que ibas a usar para el cuarto de invitados y me ibas a preguntar algo, pero no te dejé porque te planté un beso y te guié hasta mi cama donde te pregunté cómo llamarías a esta película y tú me dijiste “Los nerds también aman” y borracho te pregunté si te quedarías en Lima.

Y esa mañana que te quedaste conmigo en la cama mirando y cantando las canciones de “Moulin Rouge” y entró mi compañera de piso y, cuando estabas distraída, me dijo susurrando, “es linda huevón!”.

Cuando probaste el cebiche de “Punto Azul” y creíste que era el mejor cebiche del mundo y cuando, más tarde, fuimos a la casa de una amiga y nos cogimos las manos y la pusimos nerviosa porqué no sabía qué carajo estaba pasando y cuando otra amiga nos preguntó cómo nos habíamos conocido, le contamos y su reacción fue decir que fue como “Antes del Amanecer”.

Y cuando llegamos a Arequipa y nos dimos cuenta que la pareja de ancianos que nos hospedaban eran como nosotros, pero de aquí a cincuenta años; cuando llegamos a Chivay y cada uno hizo lo que quiso, porque ninguno quería ser como una de esas parejas que hace todo juntos; cuando tomamos unos piscos sours en el huecucho de aquella plaza, y cuando nos queríamos besar teníamos que pararnos, porque uno estaba frente al otro; o cuando casi nos peleamos porque me contabas algún problema y yo, todo cojudo, lo único que atiné a decir fue “ya, olvídalo, vamos a emborracharnos” y por tu reacción sentí que te perdía, pero luego me besaste y, más tarde, cuando encontramos un bar donde la policía no nos iba a sacar, me contaste que te estabas enamorando y yo me terminé de enamorar después que me contaste la historia en la que invitaste a un minusválido desconocido a un recital y luego me preguntaste “y si nos casamos?; luego me regalaste un pedazo de aquella piedra volcánica que tanto te gustaba, porque decías que se parecía al Misti y yo, tontamente, la olvidé en Arequipa y me sentí culpable.

Cuando regresamos y paseamos por Miraflores, compramos en el supermercado como una pareja que llevara años comprando y luego fuimos al cine y nos burlábamos de los trailers, excepto el de “El Luchador”, que, como “El Gran Torino”, prometimos ir pensando en el otro, cosa que luego que te fuiste lo hice.
















En el último día que nos quedaba, mi compañera de piso nos casó. Nunca olvidaré lo linda que te veías decorando el departamento… tan linda en tu vestido de rayas rojas y blancas que tuve que interrumpir la escritura de mis votos sólo para pararme a besarte. Y fue la boda más bonita a la que he asistido, porque yo siempre quería que un amigo me case, nada de curas… y por los amigos, por la lista de música que hicimos juntos (ningún matrimonio acá pondría música así), por la torta de lúcuma que pude comprar para ti, porque tanto te gustó la lúcuma… porque la sacerdotisa invitó las cervezas, pero, sobre todo, por ti, que me dijiste que me amabas mientras bailábamos “Superstar” interpretada por Sonic Youth. Y cuando acabó tú me dijiste que te podrías venir para aquí, pero yo, tonto, estúpido, imbécil, cojudo, te dije que no sería justo para pedirte eso y luego me arrepentiría de esas palabras.

El desayuno que nos tomamos antes que te vayas y que un amigo pude ver de lejos y luego me llamó y me dijo “qué personas tan enamoradas”. En el aeropuerto me acariciabas con lujuria y yo, todo cojudo, tenía un poco de vergüenza y nos despedimos y todo el trayecto a mi casa lloré y lloré más en mi casa y lloré más cuando escuché las palabras que me grabaste en mi computadora.

Y luego vino el amor a larga distancia: todavía tengo, en algún cajón, el sobre que me enviaste con tu nombre con mi apellido y el mío con el tuyo. Dentro de ese sobre me mandabas el plano de nuestra casa, donde tendríamos a nuestros hijos pájaros, como los llamabas tú. Y cuando te dije que ya tenía los pasajes para verte y me dijiste que eras la mujer más feliz del mundo, eso fue lo que dijiste.

Ayer fue tu cumpleaños. Se supone que yo tendría que estar ahí. Recuerdo que querías que te ayudara a organizar una fiesta temática, que primero iba a ser de asesinato misterioso, pero luego decidiste cambiarla a una fiesta cursi. ¿La habrás hecho?

Si llegaras a leer esto, seguro pensarás que romanticé todo, que todo fue un cuento de hadas, que nada fue verdadero. Pero no, así fue. Así fue… y todavía lo recuerdo… eso y más.