sábado, 27 de septiembre de 2008

la alegría no es sólo brasilera, no mi amor

Un amigo que la conoció a ella y a su hermana en Cusco nos puso en contacto. Tuvimos un día para conocernos en persona: ella pasaba por Lima antes de regresar a Río.

En la camioneta de otro amigo, las llevamos a almorzar el clásico cebiche mientras tratábamos de disimular nuestra resaca de ron. Luego vino el tour, pero por alguna razón el dueño del vehículo no nos quiso llevar al centro, ni a Miraflores, ni por ningún monumento histórico; no: nos llevó al Jockey Plaza y, en la noche, fuimos a uno de los bares más misios de Barranco.

Casi siete años después, vía chat, la brasilera me pregunta “por qué fuimos a esos lugares?” y nos reímos, pero, para entendernos, tecleamos “jajaja”. Sin embargo, dicen que no importa a dónde vayas si estás bien acompañado y yo me sentía así mientras ella me hablaba de Machado de Assís y yo de Bryce o cuando fuimos a jugar a los pinball y al hockey de mesa, bien a lo “Karate Kid”.















Aquellos días no me sentía muy bien, no estaba cómodo con lo que me rodeaba, pero cuando pasé el día con ella, no sé, me contagió algo de su mirada positiva. Aunque sólo estuvimos unas horas juntos, me hizo ver que en la vida hay sorpresas, que aún se pueden encontrar personas buenas, porque ella era así, toda buena. Tal vez no se dio cuenta de lo que me hacía, pero sin querer queriendo, me inyectó un poco de esa alegría brasilera y por eso estoy muy agradecido.

Antes que se vayan pude grabarle un disco con algo de rock/pop peruano, como Leuzemia y otras cosas como Mar de Copas, que tal vez ahora sacaría. Pero, por supuesto, le agregué aquel clásico de Arena Hash, “Me resfríe en Brasil”, a modo de broma.

Desde entonces, siempre hemos estado al tanto del otro: ella me contaba de lo que vivió en Rosario y el taller de danza que organizaba para niños y cómo se sentía al regresar a Río; yo le informaba de mi estadía en Europa y también de mi regreso a Lima; hemos confesado historias de familia y de corazones rotos. Un día hasta me relató un cuento improvisado por el Messenger y yo la observaba jugar con su sombrilla por la web cam. Cuando una amiga fue para Río la contacté con ella. Al volver a Lima, llegaba con un regalo de parte de la brasilera: era un cofre de papel, con un anillo dentro.

Siempre nos preguntábamos cómo sería vernos de nuevo, después de sólo escribirnos por tantos años. ¿Sería raro? ¿Nuestra relación está destinada al mundo virtual? Si nos vemos, ¿se arruinaría?

Hace unos días nos animamos a hablar por micrófono, por primera vez. Ella estaba nerviosa, preocupada si sería lo mismo; yo estaba inseguro, pensaba que tal vez se decepcionaría de mi conversación porque creo que soy mejor al escribir que al hablar. Igual lo intentamos. No recordaba cómo era su voz: tenía un acento brasilero-argentino, con un tono calmado y sexy, que tal vez se debía a que estaba ronca, como me explicó, pero esperemos que no. Me preguntaba qué estaría pensando de la mía, si ella la recordaba o no.

La brasilera se imaginó que estaba en un reality show, creía que en cualquier aparecería en su dormitorio, como una gran sorpresa. Le pregunté qué tipo de preguntas creía que nos haría una audiencia y me dijo que alguien se pararía y preguntaría: “¿es amistad o amor?”.

Después de tres horas de charla me dijo que ya estábamos listos para vernos.

miércoles, 17 de septiembre de 2008

¿vamos al cine?















Ver una película con alguien es compartir gustos, pasiones, estados de ánimo. Tal vez la compañía sea más importante que la película en sí: el filme puede ser muy malo, pero si estás con la persona adecuada, sabrán sacarle provecho a la situación, ya sea ignorándola con besos o burlándose con comentarios sarcásticos. Aún así, las mejores salidas son cuando lo que vemos en el ecran es tan bueno como la persona que tenemos al costado.

Una vez un profesor universitario nos dijo que su esposa y él se habían enamorado mientras iban a ver películas de la nueva ola. Por más huachafo que suene, cuando escuché eso me dije: “qué paja”.

Años después, me encontraba en una filmoteca, con una hermosa chica francesa. Íbamos a ver “La habitación verde” y creo que ella nunca había visto una película de Truffaut. Eso de ver un filme francés con una chica francesa era como una especie de fantasía. Yo tenía muchas ganas de ver la cinta en 35mm., pero no sabía cómo lo iba a tomar ella, si le gustaban esa clase de películas o no.

Cuando se acabó la proyección, después de que el personaje de Truffaut cayera y se uniera a sus tan queridos muertos, volteé a ver a mi compañera y vi cómo lloraba. Pero no era que tuviera unas cuantas lágrimas encima, sino que lloraba con una tristeza que nunca antes había visto en la sala de un cine. La traté de tranquilizar, pero no había cómo. Por momentos parecía que ya se calmaba, pero luego retomaba el llanto y yo le preguntaba si estaba bien y ella me decía “sí, es que la película…” y seguía llorando. Eventualmente, se tranquilizó camino al metro.

Nunca vi a nadie conmoverse tanto por una película, sobre todo por una que no tuviera el “feelin´” de “Titanic”. Me alegro mucho de que ella me haya acompañado justo a esa función. Aunque suene raro, voy a decir que también me alegra que haya llorado por esa obra, creo que dice mucho de ella, de su sensibilidad, de su humanidad. Va a ser difícil que vuelva a ocurrirme algo parecido.
















Otra salida al cine que recuerdo fue con mi mejor amiga. Había quedado con ella para ir a ver “Antes del atardecer” y, esa misma tarde, me había enterado que la chica que me gustaba andaba con enamorado. Cuando nos sentamos en la sala ella notó que andaba triste y me dijo algo así como “no te preocupes cholo” y yo la miré y le respondí algo así como “sí, no importa, te tengo a ti”. Por supuesto, luego me enamoraría de ella, causa por la cual ya no la tengo.

Mi mejor amiga fue una gran entusiasta por conocer la cinematografía y una de las mejores compañías que he tenido. Es raro pensar que ya no volveremos al cine, por lo menos no solos, como cuando vimos a Buster Keaton musicalizado en vivo, o como cuando nos equivocamos de sala y, en vez de ver una del festival policial francés, empezamos a ver una con John Travolta y nos fuimos riéndonos; o cuando vimos a Julie Delpy bailar “Just in time” de Nina Simone.

No puedo terminar este texto sin mencionar el episodio que me hizo escribir estas líneas. Hace pocos días estaba viendo “Pequeña Miss Sunshine” y, mientras los créditos finales pasaban, recordé la primera vez que la vi: en un domingo lluvioso, en el cine y acompañado, lo contrario de esta última ocasión.

Lo único que quería era llegar donde una chata linda y pecosa para llevarla al cine. Me abrió la puerta y yo estaba empapado, de lluvia y sudor: mi paraguas estaba roto y sólo llevaba la gabardina de inspector gadget que me había regalado mi abuelo. Preocupada, me preguntó si mis medias estaban mojadas y le dije que no. Mentí. Toda buena, me invitó un jugo y no sabía si ir al cine, por el clima y porque ya había empezado a ver otra película. Después de insistirle, logré convencerla.

Esta vez salí a la lluvia, pero bajo el paraguas de la pecosa. No soy muy bueno con los paraguas y menos compartiéndolo, así que ella me lo quitó y, por la diferencia de estatura, de vez en cuando me caía un paraguaso en la cara. A la suya, la recuerdo rodeada de una capucha negra, que la hacía ver más pequeña de lo que era.

Era la primera vez que íbamos a ese cine en particular, así que nos perdimos. Estaba preocupado de que llegáramos tarde a la función, pero, sobre todo, preocupado de que ella se hartara de deambular por calles que se habían convertido en riachuelos. Pero no fue así y pudimos burlarnos de la situación hasta por fin llegar a nuestro destino.















Nos sentamos y ella me dice que va a comprar bocaditos, que si quiero algo. Le dije que no, gracias. Cuando regresó me regaló un chocolate, toda buena.

Y así estuve durante toda la proyección de “Pequeña Miss Sunshine”: con agua saliendo de mis zapatillas. Pero no me importaba, porque la estaba viendo con una linda pequeña con pecas y se estaba riendo.

Cuando acabó la película, la audiencia aplaudió, cosa que nos dio a mí y a la pecosa otra cosa de qué burlarnos: no entendíamos a los nativos.

La noche terminó en su casa, mientras comíamos pizza y terminábamos de ver el vídeo que ella había dejado a la mitad, por mí.

Ayer me la encontré en el chat y me dijo que por allá, donde yo vivía antes, estaban pasando un documental sobre Joe Strummer y que era una pena que no esté por allá para verlo juntos. Me copió el link de los cines a dónde íbamos y sí, era una pena.