lunes, 16 de agosto de 2010

Para hacer cine necesitas dos cosas

Cuando mi papá lo encontró en un supermercado, no pudo evitar acercársele y decirle que su hijo estudiaba cine. El maestro atinó a decir unas palabras precisas: “para hacer cine, necesita tener dos cosas: mucha paciencia y muchos cojones”.

Descanse en paz señor Robles Godoy.

lunes, 19 de julio de 2010

Un Americano Esplendoroso

Hace una semana tuve la urgencia de comprarme libros por Amazon. Dentro de estos, se encontraba la compilación de cómics “The Best of American Splendor”, que retrata las aventuras de un héroe norte americano. Sin embargo, éste es un héroe al que las balas no le rebotaban, sino que las recibía y tenía que cargar con ellas; éste héroe se llamaba Harvey Pekar.

Harvey era un simple archivista que algún día se le ocurrió escribir sus “ordinarias” historias. Con mucho drama, pero también con mucho humor, el autor reivindicó al hombre de la clase media norte americana y le hizo recordar a muchos que uno no necesita súper poderes para ser un héroe, sino sólo sobrevivir un día más en la cotidianeidad.

Como varios que no somos estadounidenses, a Harvey lo conocí por una película basada en su vida y en sus cómics. Debo confesar que, aparte de ver esta película, sólo he podido leer “Our Cancer Year”, su novela gráfica co-escrita con su esposa Joyce Brabner, en la que detalla su batalla contra el cáncer.

Bastó apreciar sólo estas dos obras (en verdad, podría bastar con sólo una) para entender que Pekar no era sólo un cascarrabias, sino también un narrador sensible, un observador de la basura y de la belleza diaria, un entendedor de la condición humana, pero sobre todo y, tal vez lo más importante, un luchador. Fueron por todas estas razones que el lunes pasado me compré una antología de sus obras. Lo que no sabía es que ese mismo día en la madrugada nuestro héroe había muerto.

Si tuviera el talento, definitivamente a uno de los oficios que me dedicaría sería al dibujo. Desgraciadamente, no lo tengo. Harvey tampoco lo tenía, pero como yo, escribía y, como él, yo voy a luchar, no sólo por unas tiras cómicas que quiero publicar hace más de un año, si no voy a “luchar”, en el sentido más humano de la palabra.

Gracias Harvey por la inspiración.

lunes, 24 de mayo de 2010

Un buen día

Tengo la suerte de tener al Bigote a la vuelta de la casa. Pedí un par de sus famosas almejas y un arroz con mariscos. Me senté a esperar en la barra, en el mismo sitio que alguna vez compartí con una mujer a quien amé. Sonreí. Caminé por Pardo, por el camino de peatones en medio de la avenida claro, porque es más bonito y tranquilo que caminar por las veredas de los lados. Llegué hasta Hiraoka, donde compré un reproductor de mp3: ya hacía meses que se me había malogrado el último, me he enviciado con el soundtrack de “Crazy Heart” y no tengo tanta plata como para comprarme un ipod y, si lo tuviera, seguro que no sabría cómo usarlo.

Por Angamos, desemboqué a Comandante Espinar y de ahí al cine. Aún era temprano para la película, me fui a ojear libros a Crisol. Nada nuevo. En el Centro Cultural de la Católica me encontré con una exposición sobre Vallejo. En mi libreta, anoté las siguientes líneas:

“Y, entre mí, digo:
ésta es mi inmensidad
éste mi grato peso, que en bruto, a cántaros me buscará
abajo para pájaro,
éste es mi brazo
que por su cuenta rehusó ser ala
estos mis alarmados compañones”

Curiosamente, luego descubriría que se trata del poema “Epístola a los transeúntes”.

Me llamó una amiga, me invitaba a una función de teatro donde ella trabaja como asistente de dirección. Era en el mismo Centro Cultural, pero todavía más tarde, primero tocaba regresar al cine.

Faltaba media hora para la proyección, pero no importaba, saqué un cómic que había llevado justo para estas ocasiones. Coincidentemente, también citaba a Vallejo:

“Me gusta la vida enormemente, pero, desde luego, con mi muerte querida y mi café”.

Una señora, sola como yo, se abre paso rápidamente para encontrar sitio en la sala. Yo también. La película no es tan buena, pero los actores son mis comediantes contemporáneos favoritos, así que igual la disfruté.

Aún era temprano para la obra de mi amiga, así que decidí caminar por el parque El Olivar, uno de mis sitios favoritos de la ciudad. Me acordé del dibujo que tiene Liniers de él caminando por ahí, con la ex de un amigo.

Antes de ingresar al teatro, tuve tiempo de darle un vistazo más a esa exposición de Vallejo y de terminar mi cómic.

Junto a mí, se sentó un reconocido actor, con el que había trabajado hace mucho tiempo y se lo hice recordar. Me presentó a su esposa, que en verdad se había agarrado mi sitio, pero no me molestaba. También le recordé que mi amiga había trabajado con él en otra obra y, aunque tenía buenos recuerdos de ella como asistente, no los tenía de la directora.

Al terminar, felicité a mi amiga por el trabajo, la verdad que la obra me gustó bastante, a pesar de que decían que la función del día anterior estuvo mucho mejor. Ella sacó su bicicleta, en donde se le veía aún más pequeña de lo que es. Caminaba junto a ella mientras hablábamos de la obra, de su vida entre Lima y Europa, de su preocupación de no estar en planilla y de no tener una pensión decente para el futuro, aunque a ella no le gustaría ser longeva. Llegamos a la altura de mi casa, le agradecí una vez más por la invitación y nos despedimos.

Calenté el arroz con mariscos que sobró de la tarde, puse a Bayly y luego TNT donde todavía veo “Alta Fidelidad” que, lamentablemente, está censurada. No se puede tener todo.

lunes, 5 de abril de 2010

nadar solo












“En los momentos más felices de tu vida, siempre estás acompañado de alguien”, confirmaba el personaje de una película. Lo escuché y pensé “eso no es verdad”. No me atreví a decírselo a la chica que me acompañaba.

Mi madre constantemente me pregunta si estoy con novia y, cada vez que sabe que estoy con mi ex (ahora mi amiga), le manda saludos muy cariñosos como si estos nos pudieran convencer de regresar; mi abuelo, obsesionado con los que cree él que son los últimos días de su vida, espera verme con una chica antes de estirar la pata; mi hermana, al ver que me mudaba con una compañera de piso gay, me preguntó si yo también lo era. Mi madre se casó a los veintiún años, mi abuelo con su enamorada desde los dieciséis años y mi hermana con su único enamorado. Pero lo que ellos no entienden es que mi generación es la del mundo individualista, la de las personas independientes, de la libertad sexual, de la experimentación de nuestra identidad sexual, del “saliente” y no de la enamorada(o), de los agarres y no de los besos. Los veintes están para vacilarse, tener un tiempo para encontrarse a uno mismo, para disfrutar con varios antes de encadenarse con alguien, porque total, ¿no dicen que los treintas son los nuevos veintes?

No pues, mi Lima no es así. Por lo menos no a mi alrededor. A mis recién cumplidos veintiséis años, algunos amigos tienen pareja ya por varios años y con los que ya planean compartir su vida; otros se casan con personas que casi no conocen; varios tienen diferentes parejas sin tener tiempo para reflexionar porqué no funcionaron con la última; los demás salen en la nocturnidad con la esperanza de encontrar a su alma gemela entre cervezas y tronchos y/o publican blogs en los que se busca novia(o).

En (mi) Lima, aquel tiempo individualista que nos prometieron, en el que cada uno era dueño de su mundo, se quedó en las páginas de algunos teóricos. Si dependemos tanto de la compañía, o de la ilusión de ésta, nunca aprenderemos a estar solos, verdaderamente solos y, por ende, nunca nos conoceremos por completo.

Tampoco les voy a negar que yo no tenga alguna ilusión, que hay veces que envidio a mis amigos que han encontrado alguna “estabilidad” con otra persona, pero es increíble descubrir que, en algunos casos, la envidia es recíproca: “cómo me hubiera gustado vivir algo así”, “quisiera tener ese tipo de historias…”. Aunque es cierto que no cambiaría nada de lo que me ha pasado ni de las personas hermosas que he conocido gracias a mi soltería, también es verdad que no he salido muy bien parado de algunas situaciones y que, tal vez, un par me han afectado muy profundamente.

Por el momento, me voy a olvidar de que las chicas de mi edad que me han interesado últimamente prefieren a cuarentones o a su propio género, lo que no dice mucho sobre nosotros, hombres de mi generación. Me entregaré tranquilo, sin ataduras, sin compromisos, a los libros, al cine, a mi trabajo, a mis amigos, a mi familia, a mis proyectos, a mi ciudad, a mi aprendizaje, a mi cultivo, a mí.

Años atrás, almorzaba en una ciudad extraña, llena de desconocidos. Nunca me gustó comer solo, pero miraba tras la ventana, hacia la calle y, mientras masticaba, pensaba “qué paja”. Sonreía. Nadie que yo conociera en el mundo sabía que estaba ahí, en ese momento, en ese lugar. Sólo era yo, feliz.


jueves, 14 de enero de 2010

El loco y yo

"a los amigos hay que perdonarles todo, hasta sus estupideces"
Alfredo Bryce Echenique




















Estudiaba cine y quería ver “Plan 9 del Espacio Exterior”. No la encontraba en ninguna parte hasta que un amigo me dijo si quieres verla, el Loco la debe tener, anda pregúntale, sin roche.

El “Loco” era, en esa época, el coordinador de la sala de cine de la facultad así que lo intercepté antes de una función y le pregunté tú eres el Loco y él sí. Me han dicho que tú puedes tener “Plan 9 del Espacio Exterior”, no sé si me la puedas prestar y él, sin conocerme ni nada, claro, te la presto. Así pude conocer al Loco y ver la que es, supuestamente, la peor película de la historia.

Descubrimos que vivíamos a pocas cuadras uno del otro y que teníamos una amiga en común, del barrio. Ella tenía unos padres que lo odiaban, no lo dejaban entrar a su casa, es un loco, mira cómo se viste, cómo actúa, pero mi amiga y yo tal vez habíamos visto algo que muchos no.

Rápidamente entablamos una amistad en la que le gorreaba copias de su amplia videoteca y colección de música: él me prestó el “New York”, el primer disco de Lou Reed que escuché y, para ser justos, yo le presté el primero de Dizzy Gillespie que él oyó (y perdió). Nos acompañábamos a Polvos Azules, donde le comprábamos a Charito y yo le ayudaba a conseguir otras películas en el stand de al frente, del tío renegón y celoso que lo había vetado. Caminábamos por el barrio y él miraba hacia atrás, todo paranoico porque siempre pensaba que le iban a robar y rajaba de todos los “poseros” que no le caían.

Una vez el Loco me ayudó a planear una proyección privada para una chica y yo. De esta manera, disfruté mi primera película del recientemente fallecido Eric Rohmer, “Pauline en la Playa”, en una sala sólo para nosotros.




















El Loco, siempre en contra del “sistema” y las “convenciones”, se despidió en malos términos de la universidad para ser programador de otra sala alternativa, a la que me hacía pasar gratis muchas veces y donde, gracias a él, pude estrenar unos documentales que había hecho con un colectivo y mi corto de ficción, celebraciones donde la sala se llenaba de familiares, amigos y profesores queridos. Entre ellos, se encontraban personas que no entendían el aspecto gótico ni la actitud extrovertida de mi amigo. Para ellos, él era el posero. Pero a mí no me importaba, él es mi pata, es buena gente, tienes que conocerlo.

Un día me llama y me dice que necesita un favor, que vaya a su casa y yo claro. Me esperaba con una cámara, me dijo que quería hacer un programa para internet y quería hacer una prueba conmigo, así que empezó a entrevistarme y hacerme preguntas bastante personales que me incomodaron y nunca respondí. Esa entrevista creo que nunca fue vista por nadie más, pero fue el inicio de un exitoso blog con el que empezó a entrevistar a algunos familiares, como su abuela o a personajes urbanos con los que se cruzaba, muchos artistas emergentes o “undergrounds”. Pero los protagonistas no eran ellos, sino él, con sus preguntas incómodas, algunas chistosas, otras tontas, pero así es él: algunas veces chistoso, otras inoportuno, como cuando abandonó, de nuevo de manera extraña, la sala de cine con la que muchos jóvenes se identificaban. Pero siendo así, él, sólo él (porque puede conocer a mucha gente, pero siempre está solo), sacó su proyecto adelante, sin ayuda y se convirtió en lo que llaman un “blogstar”.

Me fui del barrio, pero cuando regresé, un año después, él estaba ahí, con su cámara, preguntándome sobre mi experiencia afuera. Cuando terminamos, apagó su cámara y lo acompañé a comer un pan con pollo en El Rancho. Esa fue la última reunión sin complicaciones que tuvimos. Empecé a trabajar en publicidad así que cada vez que nos veíamos me acusaba de haberme “vendido”. Por eso me dio mucha risa cuando lo vi, a él, al “indie”, al “punk”, al “antisocial”, sí, a él, en un segmento que le habían otorgado en un canal nacional. Por otro lado, nuestra amiga del barrio, que hace poco había perdido a su papá, se apenó mucho de no escuchar nada de él, a pesar que yo le conté las malas noticias. No fue al velorio, no fue a verla, no la llamó, nada.

La última vez que nos cruzamos fue donde yo trabajaba, él tenía una cita para entrevistar a alguien. Lo saludé con mucho cariño, hace tiempo que no lo veía, pero él lo único que hizo fue tratar de hacerme sentir mal por trabajar en aquella oficina y burlarse del peinado de uno de mis colegas, todos los que trabajan en publicidad tienen que peinarse así? O usar lentes? O barba? Claro que no, pero él sólo nos veía así. Lo único que atiné a decir fue que eres un imbécil.

Como un mes después, me encontré con la chica de nuestro barrio y le conté sobre nuestro incidente. Ella me dijo que el Loco ahora visitaba a su madre, la viuda, que la acompañaba a hacer muchas cosas cuando ella no podía y ahora se habían hechos grandes amigos.

En la víspera de navidad toqué el timbre de su departamento. Nadie contestó.

martes, 10 de noviembre de 2009

nos habíamos divertido tanto

En Comala comprendí
que al lugar donde has sido feliz
no debieras tratar de volver.

Cuando en vuelo regular
pisé el cielo de Madrid
me esperaba una recién casada
que no se acordaba de mí

“Peces de Ciudad” - Joaquín Sabina

“la peor nostalgia, es la de aquello que nunca pasó”

Un gran amigo me dijo alguna vez que la nostalgia es un sentimiento paja. Paja como una tarde de verano montando bicicleta con mi amigo Juan Carlos en alguna calle de Santa Patricia; como cuando mis padres nos compraron a mí y a mis hermanos un cachorro; como cuando sabía dibujar (y bien) y contaba historias; como cuando mi padre llegaba del trabajo con una sonrisa y un chocolate escondido en el bolsillo de su camisa o cuando me sacaba a jugar carnavales en su carro; como cuando mi hermano y yo jugábamos en la sala de estar o en la piscina que se armaba en el jardín de nuestra antigua casa; paja como cuando mi mamá me dejaba jugar con la masa de las cosas que hacía en la cocina o cuando me dejaba comer lo que se pegaba a la batidora; tan paja como los vecinos que nos acogían en su casa como si fuéramos sus hijos y nos invitaban manzanilla y a jugar ocho loco.

Según la teoría de mi amigo, la nostalgia sería tan paja como conocer a otros grandes amigos en un colegio donde, al parecer, era difícil; como escuchar reír a mi clase de tercero de primaria por un cuento que escribí; tan paja como jugar al camping con ellos, colarnos en algún club, crear nuestra propia sociedad de poetas muertos, comprar las primeras cervezas e ir a las primeras fiestas y enamorarte de la primera niña que te haga caso; sería tan paja, como escuchar a Dylan, a los Beatles, a Sabina, a Cash, a los Zombies, al Pet Sounds, al punk por primera vez.














Siguiendo la hipótesis, el sentimiento en cuestión sería tan paja como ingresar a una facultad y encontrar que tú no eres el único bicho raro y, es más, que hay peores que tú; como cuando descubres, verdaderamente, al cine, gracias a Woody Allen, la nueva ola, entre otros y que tú no eres el único que sueña con tratar de acercarse, aunque sea un poquito, a lo que esos grandes personajes hicieron (por ti); como cuando proyectaron trabajos audiovisuales míos y de un grupo de compinches en un ecran; como cuando conoces a una chica tan linda y peculiar que te inspira para hacer un corto.














La nostalgia sería tan paja como llegar un día a una ciudad nueva, solo y que, esa misma noche, termines en un bar, compartiendo cervezas y cigarrillos con una francesa, un español, un ecuatoriano, una hermosa alma argentina y otra hermosa alma compatriota; como recibir la llamada de una rubia preciosa y escucharla decir que te quiere o como que un grupo de exiliados te adopten como un hermano menor.















Esta sensación sería tan paja, como ver a mi sobrino por primera vez, después de varios meses de nacido; como darme cuenta que, después de tanto tiempo sin verlos, mis amigos siguen siendo mis amigos.

La nostalgia sería tan paja, como encontrar un trabajo lleno de amigos, no sólo cariñosos, sino talentosos; como mudarme por primera vez de la casa de mis padres, esta vez por mis propios recursos y encontrar donde escribir tranquilo, cualquier cosa, pero escribir y que éste mismo lugar me sirva para recibir a alguien que no veía hace años y enamorarme, aunque yo no quería.

La nostalgia sería tan paja como una chica que alguna vez conocí… y nos divertíamos tanto, en un cine, en su casa, en la mía, en bares, conciertos, en la banca de un parque, en clases, donde sea; nos divertíamos tanto que hasta ahora pareciera que nunca nadie la hubiera pasado tan bien como nosotros. Pero, tal vez, ella sí encontró a alguien con quien pasarla mejor: ahora está casada y se va…









Es chistoso, porque alguna vez recordaré estar aquí, en este departamento donde han pasado tantas cosas, desde reencontrarme y compartir el departamento con una maravillosa amiga de la universidad, pasando por grabar películas, hasta realizar una boda improvisada; alguna vez recordaré, estar aquí, escribiendo esto, esperando que la nostalgia sepa mejor con una cerveza y preguntándome si mi amigo tenía razón.

If you see her, say hello - Bob Dylan, del "Blood on the tracks"

lunes, 12 de octubre de 2009

vidas cruzadas

Ayer me llegó un correo de una amiga a la que no veo hace como dos años. Se trata de una persona bella, linda, sensible y con un gran sentido del humor. Nos conocimos en un bus, donde nos burlamos de la comedia gringa que pasaban en el camino y donde compartimos los audífonos de mi viejo discman escuchando “Different Class” de Pulp, disco que más tarde le regalaría. Su mail, con pocas palabras, pero con mucho amor, me recordó que existen grandes personas que nos cruzamos en el momento indicado; algunas perduran toda la vida, otras son tan efímeras como el mismo momento, como aquella rubia que alguna vez me ayudó a comprarme mi primer y último ticket de tranvía.














Acababa de llegar a Europa y tenía que encontrarme con la amiga de un amigo, pero andaba perdido, atrasado, cuando ella apareció caminando. Le pregunté si sabía cómo llegar a la universidad donde tenía que llegar y, qué coincidencia, ella se dirigía hacia allá y se ofreció acompañarme. Caminamos hacia la estación mientras ella me comentaba que también era nueva en la ciudad, que vivía en las afueras. Cuando llegamos a la parada, avergonzado, me di cuenta que no tenía sencillo para la boletería así que ella, toda buena, me invitó el paseo.

Adentro, sudoroso y tembloroso por todo el incidente, me armé de valor y le pedí su teléfono, para que algún día pueda devolverle el favor con un café. Apuntó su número en una hoja arrancada de un cuaderno universitario. Cuando llegamos al destino, nos despedimos. Nunca me pude encontrar con la persona con la que había quedado: la universidad tenía demasiadas entradas. Días más tarde, llamé a la rubia, pero estaba pasando el fin de semana en su pueblo. Las distracciones de mi nueva vida no me dejaron volver a llamarla de nuevo, pero su objetivo en mi viaje ya estaba cumplido: en esa ciudad yo no era el único extraño; en esa nueva etapa de mi vida ya no iba ha ser tan tímido; en el viejo continente no habían más viejos amores que me aten. Un tiempo después, aprendí que no era necesario comprar un ticket de tranvía: tenías que tener muy mala suerte para que te atrapen.

Así, felizmente, hay varias historias, como cuando mi compañera de piso y yo ya nos despedíamos de un carnaval de Barranco y le ganamos el taxi a una pareja desconocida. También iban para Miraflores, así que los invitamos a compartir el viaje, sólo para descubrir que él era dueño de un bar al que nos invitó unos tragos a puerta cerrada. Después de que él recitara unos poemas de Benedetti y que ella, su amor platónico del momento, coqueteara con mi roommate, nos despedimos. Meses más tarde mi amiga celebraría su cumpleaños en aquel bar.

También está la argentina que se hospedó en mi departamento, amiga de una amiga que, antes de irse, me regaló una libreta cuzqueña que hace poco cumplió su objetivo de llenarse de apuntes e ideas que tanto me ayudaron en el trabajo y proyectos personales; otro argentino muy talentoso que decían que se parecía a mí y que era mi hermano y lo fue en los pocos días que compartimos un taller en Entre Ríos y nunca supe más de él; el músico de un par de cortos que hice que después de casi dos años nos conocimos en persona y él y su amigo me hospedaron con tanto aprecio en Buenos Aires.

El último de esta clase de encuentros lo tuve hace poco: un viejo amigo y yo ya salíamos decepcionados del Sargento, pero éste me convenció para quedarnos un rato más afuera, “las cosas pasan afuera, en la cola, no adentro”. Un minuto después, una chica llama mi nombre, no la reconocí hasta que me contó la historia: era la alumna de un amigo mío que les dio como tarea ver un corto mío y escribir sobre éste. Ella no lo vio, así que un día fue a mi depa a recoger el dvd. Se acordaba que la invité a pasar a tomar una Coca Cola porque no tenía nada más, pero ella andaba apurada. Pasamos toda la noche con ella y su amiga, entre Barranco y Miraflores. Me confesó que aún no había visto mi corto. Días más tarde, me llamó para que la acompañe a una exposición, pero no podía. No he vuelto a saber de ellas.

Es algo precioso que podamos recolectar encuentros así, que ocurren en el lugar adecuado, en el momento adecuado; historias que ocurren con personas tan diferentes y bellas, cada una a su manera. No tengo más que cariño por todas ellas. Es como dijo alguna vez Julio Ramón Ribeyro, un verdadero escritor miraflorino (y como lo cita un gran amigo mío): “En la vida, en realidad, no hacemos más que cruzarnos con las personas. Con unas conversamos cinco minutos, con otras andamos una estación, con otras vivimos dos o tres años, con otras cohabitamos diez o veinte. Pero en el fondo no hacemos sino cruzarnos (el tiempo no interesa), cruzarnos y siempre por azar. Y separarnos siempre”.