lunes, 12 de octubre de 2009

vidas cruzadas

Ayer me llegó un correo de una amiga a la que no veo hace como dos años. Se trata de una persona bella, linda, sensible y con un gran sentido del humor. Nos conocimos en un bus, donde nos burlamos de la comedia gringa que pasaban en el camino y donde compartimos los audífonos de mi viejo discman escuchando “Different Class” de Pulp, disco que más tarde le regalaría. Su mail, con pocas palabras, pero con mucho amor, me recordó que existen grandes personas que nos cruzamos en el momento indicado; algunas perduran toda la vida, otras son tan efímeras como el mismo momento, como aquella rubia que alguna vez me ayudó a comprarme mi primer y último ticket de tranvía.














Acababa de llegar a Europa y tenía que encontrarme con la amiga de un amigo, pero andaba perdido, atrasado, cuando ella apareció caminando. Le pregunté si sabía cómo llegar a la universidad donde tenía que llegar y, qué coincidencia, ella se dirigía hacia allá y se ofreció acompañarme. Caminamos hacia la estación mientras ella me comentaba que también era nueva en la ciudad, que vivía en las afueras. Cuando llegamos a la parada, avergonzado, me di cuenta que no tenía sencillo para la boletería así que ella, toda buena, me invitó el paseo.

Adentro, sudoroso y tembloroso por todo el incidente, me armé de valor y le pedí su teléfono, para que algún día pueda devolverle el favor con un café. Apuntó su número en una hoja arrancada de un cuaderno universitario. Cuando llegamos al destino, nos despedimos. Nunca me pude encontrar con la persona con la que había quedado: la universidad tenía demasiadas entradas. Días más tarde, llamé a la rubia, pero estaba pasando el fin de semana en su pueblo. Las distracciones de mi nueva vida no me dejaron volver a llamarla de nuevo, pero su objetivo en mi viaje ya estaba cumplido: en esa ciudad yo no era el único extraño; en esa nueva etapa de mi vida ya no iba ha ser tan tímido; en el viejo continente no habían más viejos amores que me aten. Un tiempo después, aprendí que no era necesario comprar un ticket de tranvía: tenías que tener muy mala suerte para que te atrapen.

Así, felizmente, hay varias historias, como cuando mi compañera de piso y yo ya nos despedíamos de un carnaval de Barranco y le ganamos el taxi a una pareja desconocida. También iban para Miraflores, así que los invitamos a compartir el viaje, sólo para descubrir que él era dueño de un bar al que nos invitó unos tragos a puerta cerrada. Después de que él recitara unos poemas de Benedetti y que ella, su amor platónico del momento, coqueteara con mi roommate, nos despedimos. Meses más tarde mi amiga celebraría su cumpleaños en aquel bar.

También está la argentina que se hospedó en mi departamento, amiga de una amiga que, antes de irse, me regaló una libreta cuzqueña que hace poco cumplió su objetivo de llenarse de apuntes e ideas que tanto me ayudaron en el trabajo y proyectos personales; otro argentino muy talentoso que decían que se parecía a mí y que era mi hermano y lo fue en los pocos días que compartimos un taller en Entre Ríos y nunca supe más de él; el músico de un par de cortos que hice que después de casi dos años nos conocimos en persona y él y su amigo me hospedaron con tanto aprecio en Buenos Aires.

El último de esta clase de encuentros lo tuve hace poco: un viejo amigo y yo ya salíamos decepcionados del Sargento, pero éste me convenció para quedarnos un rato más afuera, “las cosas pasan afuera, en la cola, no adentro”. Un minuto después, una chica llama mi nombre, no la reconocí hasta que me contó la historia: era la alumna de un amigo mío que les dio como tarea ver un corto mío y escribir sobre éste. Ella no lo vio, así que un día fue a mi depa a recoger el dvd. Se acordaba que la invité a pasar a tomar una Coca Cola porque no tenía nada más, pero ella andaba apurada. Pasamos toda la noche con ella y su amiga, entre Barranco y Miraflores. Me confesó que aún no había visto mi corto. Días más tarde, me llamó para que la acompañe a una exposición, pero no podía. No he vuelto a saber de ellas.

Es algo precioso que podamos recolectar encuentros así, que ocurren en el lugar adecuado, en el momento adecuado; historias que ocurren con personas tan diferentes y bellas, cada una a su manera. No tengo más que cariño por todas ellas. Es como dijo alguna vez Julio Ramón Ribeyro, un verdadero escritor miraflorino (y como lo cita un gran amigo mío): “En la vida, en realidad, no hacemos más que cruzarnos con las personas. Con unas conversamos cinco minutos, con otras andamos una estación, con otras vivimos dos o tres años, con otras cohabitamos diez o veinte. Pero en el fondo no hacemos sino cruzarnos (el tiempo no interesa), cruzarnos y siempre por azar. Y separarnos siempre”.

2 comentarios:

Bruno. dijo...

Está bueno gonzalo.. muy bueno.. y Ribeyro... es un maestro...

Abrazos.

limeño bajo zero dijo...

grande Ribeyro, grande...